Crítica de La buena letra de Celia Rico
Tras su exitoso paso por el Festival de Málaga, llega a salas españolas La buena letra, la tercera película de Celia Rico Clavellino, basada en la novela de Rafael Chirbes. Aquí mi crítica.
A pesar de su breve filmografía, el nombre de Celia Rico es uno de los más sonados en el nuevo cine español femenino. Si en 2017 Carla Simón habló sobre su infancia en Verano 1993, al año siguiente Celia Rico estrenó Viaje al Cuarto de una Madre, tan precursora como la película catalana, para hablar de la convivencia entre una madre y su hija.
Toda su obra, tanto su cortometraje Luisa no está en casa (2012), como sus dos siguientes largometrajes, examina el espacio de intimidad familiar desde una sensibilidad muy personal. La directora encierra las emociones de sus personajes en el interior de la casa, utilizando los marcos de las puertas, los silencios y los tiempos muertos de forma sumamente concisa y elegante. Volvimos a verla en 2024 con Los Pequeños Amores. Aquella fue una evolución formal y lingüística, equilibrando el interior del hogar con los exteriores del campo. Su particular precisión narrativa y economía de recursos la distinguen de otras directoras españolas de la actualidad.
La buena letra es una nueva evolución, todavía más grande que su anterior título. Tan grande que no solo es su mejor película, sino una de las mejores películas españolas de la década.
La película está basada en la novela homónima de Rafael Chirbes, aunque se distingue del material original en varios aspectos. Ambientada en un pueblo valenciano durante la posguerra, Ana (Loreto Mauleón) trata de salir adelante en su precaria situación económica y familiar. Todo cambia cuando su cuñado sale de la cárcel y se hospeda en su casa. Mientras que la novela recopila las memorias de la protagonista, relatando la historia familiar, la película convierte la voz narradora en la mirada que guía el relato cinematográfico. Hay personajes o situaciones eliminadas de la historia, así como su fuerte carga política, cosa que aquí funciona más como fuera de campo.
Una de las mayores peculiaridades del personaje de Ana es que se construye en relación a los demás. Celia Rico estructura la película en capítulos: Ana y Antonio (Enric Auquer), su cuñado, quien necesita techo y comida. Ana e Isabel (Ana Rujas), la mujer de Antonio, de un estatus social elevado. Ana y Tomás (Roger Casamajor), su marido, explotado laboralmente. Y finalmente, solo Ana, la propia Loreto Mauleón. Cada personaje de la historia le aporta y le quita algo. Antonio le causa interés y ternura, incluso emociones fuertes, pero también le enfurece su actitud despreocupada. Ana le causa envidia, entre la admiración y los celos. Tomás le da pena, tanta que hace todo lo posible para evitarle disgustos, mintiéndole si así lo consigue. El capítulo final, enfocado solamente en Ana tras un hecho trágico, es de una ambigüedad espectacular.
La casa, localización principal de la película, funciona como un personaje más. De nuevo, la directora condensa las emociones de sus personajes, su intimidad, su psicología, entre 4 paredes. Solo su manera de encuadrarles en los interiores delata su inconfundible sello autoral. Pero también sale al exterior, como en su segundo largometraje, equilibrando ambos mundos: el personal y el que se muestra a los demás. El paisaje mediterráneo en contraposición a la localidad devastada por la guerra. El hogar funciona también como un espejo en el que los personajes se reflejan en los demás.
Muchos elementos cotidianos de la casa tienen importancia desde el guion, dándoles un pequeño arco. Hablo, por ejemplo, del piano. La hija de Ana se siente atraída por el piano, pero en casa practica con unas fichas en las escaleras, sin posibilidad de escuchar las notas. Isabel, una vez acomodada en una clase social superior, le regala un piano en miniatura. Sucede lo mismo con las recetas de Ana. Los medios escasean, así que la comida es insípida y de aprovechamiento. La tortilla de patata que no lleva ni huevos ni patata, sino peladuras de naranja hervidas y tostadas en la sartén. O los guisos aguados con laurel, apodo que le pone su cuñado cuando se enamora de su cocina.
Se ha comparado La buena letra con el cine de Víctor Erice. Personalmente no lo veo tanto, ya que la lírica y mirada del director vasco es algo diferente, aunque hay un momento muy poderoso que sí remite a El Sur. Cuando madre e hija ven una foto de su boda. Una foto en la que los rostros están quemados e irreconocibles. Una foto de «fantasmas» como dice la hija. Visualmente, la película tiene mucho de la pintura. Por un lado holandesa, por el tratamiento de la luz y los espacios interiores. Por otro, el retrato del mediterráneo de Joaquín Sorolla. Pero también hay mucho de Neorrealismo Italiano. Sus localizaciones naturales de piedra, en las que se destacan las texturas, las ruinas de una guerra que acogen a los perdedores y desamparados, enlaza con La Terra Trema de Visconti.
La buena letra es una película maravillosa que, seguro, estará entre las mejores del año.
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