Crítica de Romería de Carla Simón
Tras su paso por el Festival de Cannes de 2025, llega a salas españolas la esperadísima nueva película de Carla Simón, Romería. Aquí mi crítica.
Romería se siente como la película que Carla Simón, cineasta catalana de 38 años, quería contar todo este tiempo. Su cine es tremendamente personal. Tanto que su excepcional opera prima, Verano 1993 (2017), parte de sus recuerdos y experiencia vital. Sus padres murieron de sida cuando ella era pequeña y pasó el resto de su infancia viviendo con sus tíos. La película, protagonizada por Frida (alter ego de la directora), trata sobre la aceptación de la muerte. Al inicio, un niño se acerca a Frida y le pregunta «¿Y tú por qué no estás llorando?» ya que es incapaz de derramar una lágrima. Al final, y sin previo aviso, Frida aprende a llorar a sus padres.
Su segundo largometraje fue Alcarràs (2022), relato neorrealista de la familia Solé, que lleva varias generaciones cultivando melocotoneros en una pequeña localidad del campo de Cataluña. Esta película exponía el impacto de la modernidad en el mundo rural, ya que los personajes pierden sus tierras contra las grandes empresas de energía. Pero también era la historia de cómo las nuevas generaciones (los hijos) toman el relevo de las viejas (sus padres y abuelos), tratando de no repetir sus errores.
Previo a Romería, Carla Simón estrenó otra obra magna: Carta de mi madre para mi hijo (2022), cortometraje en el que reconstruye la vida de sus padres mientras ella reflexiona sobre su experiencia como madre. Este corto es, junto a Verano 1993, una obra fundamental para adentrarse en Romería.
Romería es una película con múltiples capas. Por un lado, es un viaje.
Ahora Frida se llama Marina, tiene 18 años y muchas preguntas. Ella viaja desde Barcelona a Vigo, lugar de residencia de su familia paterna. El viaje viene motivado en apariencia por la necesidad de conseguir un documento para solicitar una beca de estudios. Esto no es más que una excusa. Lo que realmente motiva a Marina es reconstruir la vida de sus padres.
Esta reconstrucción estructura Romería a través de varios interrogantes.
Todo viene fragmentado. El diario de su madre cuenta cosas, pero sus familiares dicen otras. ¿Son mentiras o son todas verdad? Las perspectivas de cada uno de los miembros (de formas de ser y vivir muy diferentes) chocan cada vez que Marina da un paso en su investigación. Los recuerdos se contradicen, las actitudes ponen de manifiesto los problemas que llevan años arrastrando, y todos guardan secretos. Algunos hablan mucho sin saber demasiado. Otros saben mucho, pero prefieren callar.
El retrato familiar está brillantemente abordado desde el guion. No es la primera vez que vemos esto en el cine de Carla Simón. El núcleo familiar era pequeño en Verano 1993, pero en Alcarràs era enorme. Se aproximaba a cada miembro de la familia Solé con la misma sensibilidad y honestidad, aunque fuesen gente imperfecta. En Romería, todo es más conciso sin nunca caer en artificios. Cada diálogo es certero. Cada gesto revela algo del personaje, aunque sea un simple rasgo. No tiene tiempo en profundizar en cada uno, así que prefiere que nos llevemos una visión superficial pero acertada. Destacan varios. Los abuelos, representantes de la alta burguesía empresarial. El tío Yago, cuya experiencia revela la crudeza del impacto de la heroína en la España de los 80. Y Bruno, primo de Marina, que le revela rumores y secretos bien guardados.
Carla Simón, a través de su personaje, aporta una nueva capa: la de la cámara de video. Este recurso no solo articula sus diversos encuentros con la familia (y dota de ritmo al relato), sino que da forma a los ecos y resonancias del pasado. El reto consiste en conseguir que esta navegación entre texturas y formas tan diferentes resulte armoniosa, y creo que no le puede haber salido mejor. La directora muestra con cercanía a su protagonista, como punto de vista único del relato, y con distancia y curiosidad todo lo demás. La imágenes captadas con la cámara de vídeo acentúan, sin necesidad de subrayar, este propósito en un dispositivo muy sencillo, pero perfectamente funcional.
Las formas de Carla Simón difieren un poco aquí de las que mostró en sus dos anteriores largometrajes. La cámara en mano de Verano 1993 y Alcarrás se sustituye (en su mayor parte) por planos fijos, steadycam y algunas panorámicas. Planifica las escenas de forma algo más pulcra, ligeramente más académica. Esto no le quita valor, pero sí conlleva cierto agotamiento formal progresivo. La puesta en escena es buena, el talento persiste y la sensibilidad permea en el juego entre primeros planos y generales, entre los silencios y la luz, pero no posee la magia de sus anteriores obras. Echo de menos esa atmósfera de realismo mágico, esa mezcla de sonido, esa cercanía tan documental que ha definido buena parte del cine español dirigido por mujeres de la última década. Las mejores escenas surgen desde lo cotidiano y lo reconocible.
Hay un propósito detrás de esta decisión. En su último tercio, Marina atraviesa un trance alucinado en el que imagina la juventud de sus padres (encarnados por ella misma y su primo). El choque estético es tal que la fantasía se adueña por completo de la película. Si antes estábamos entre el tono de Deprisa Deprisa de Carlos Saura y El Sur de Víctor Erice, ahora nos adentramos en el realismo mágico del cine de Alice Rohrwacher en La Quimera. Carla Simón revive a los muertos en la carne de los vivos. Un hermoso exorcismo emocional que reimagina la belleza del romance y el dolor posterior. Un registro diferente, de nuevas texturas, nuevo estilo (aquí si, una cámara en mano) y sin apenas diálogos. Se permite incluso una secuencia musical de explícito contenido metafórico.
Carla Simón demuestra ser muy ambiciosa. En el fin de esta trilogía autobiográfica quiere rendir homenaje a una generación que supuso una ruptura con los valores heredados del franquismo. Quiere ser política sin nunca ser obvia. Busca intimismo pero sin subrayar con las formas cinematográficas. Desea la irrupción de la fantasía en su relato de corte naturalista. Cosas que solo una grandísima cineasta puede lograr. Y si bien no absolutamente todo alcanza la perfección, el conjunto es más que potente. Es hermoso, sutil, sensible y rico en lo cinematográfico.
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