Crítica de The Mastermind de Kelly Reichardt
Después de su paso por el Festival de Cannes y su victoria en la Seminci de 2025, llega a salas españolas The Mastermind, la nueva película de Kelly Reichardt, aclamada por muchos como una de las mejores películas del año. Aquí mi crítica.
Es justo denominar a Reichardt como una de las mejores y más importantes cineastas norteamericanas de la actualidad. Con varios cortos y 9 largometrajes a su espalda, la directora de 61 años es una de las voces fundamentales del cine independiente estadounidense. Sus películas se caracterizan por ser minimalistas y realistas, protagonizadas por personajes marginales, sin apenas representación en otras producciones de mayor envergadura. Las películas de Reichardt a menudo contienen referencias a la actualidad, aunque a veces se ambienten en el siglo pasado. Todas tocan de alguna manera el feminismo, tanto en forma como en contenido. Como ejemplo de todo ello podemos fijarnos en Wendy y Lucy (2008), una suerte de neo-neorrealismo en clave americana.
Reichardt rechaza los métodos cinematográficos comerciales convencionales y se centra en el género. O más bien, en el anti-género. Se dedica a descomponerlos, eliminando convenciones y fórmulas hasta quedarse con la esencia, con el alma. Lo podemos ver en Meek’s Cutoff (2010) y First Cow (2019), claros ejemplos de Western atípico. También en Night Moves (2013) en el terreno del thriller y ahora en The Mastermind, una película de atracos.
El filme se ambienta en los Estados Unidos de los inicios de los años 70, época marcada por la Guerra de Vietnam y el Watergate. En un pequeño y apacible rincón de Massachusetts, Mooney (Josh O’Connor, Challengers, La Quimera) es un carpintero en paro con un objetivo: robar cuatro cuadros de un museo. Para ello, organiza el audaz atraco junto con dos cómplices, a espaldas de su mujer e hijos. Pero nada irá como él había planeado. Conservar las obras robadas será todavía más difícil que robarlas.
Kelly Reichardt regresa a la estructura que ya aplicó en Night Moves. Planificación, ejecución y huida. La principal diferencia entre ellas es que, mientras que la cinta de 2013 era tratada con seriedad y gravedad, The Mastermind es más ligera y juguetona. Incluso irónica. Nutre Reichardt su nueva película de varios tropos del cine de atracos. El protagonista es el cerebro de la operación, mientras que sus compañeros son aquellos que cerebro, precisamente, no tienen. El atraco se ve frustrado por una serie de inconvenientes y torpezas, como testigos imprevistos y un arma de fuego. Más tarde, la lealtad se pone a prueba. Algunos cantan toda la información a la policía según son detenidos. Otros traicionan al protagonista porque no ven otra opción.
Más allá de esto, la película no va en la dirección esperada. El cerebro de la operación demuestra no ser tan inteligente como su cargo exigiría en una película como Ocean’s Eleven. Es torpe, tanto en la teoría como en la práctica, además de impulsivo. Es curioso que su interés por robar estas obras de arte no lleva implícita ninguna estrategia. Cuando le preguntan qué hará con los cuadros una vez robados, realmente no tiene ni idea. Únicamente sabe que son importantes porque están colgados en un museo. Realmente, ni Reichardt ni nadie les presta la menor atención. No hay discurso intelectual alrededor de ellos ni de la obra de su autor. Los cuadros simplemente pasan del museo a ser ocultados en una pocilga, lugar en el que irónicamente son más relevantes y codiciados que nunca.
Reichardt desactiva la épica de su relato criminal, convirtiendo lo extraordinario en puramente ordinario. El robo en sí está escrito y dirigido de forma radicalmente opuesta al imaginario colectivo, de forma casi bressoniana. Breve, casi fugaz, con algunos toques cómicos y un montaje que arrebata toda posible acción. Cuando hay un enfrentamiento directo, la cámara se queda con la mirada de Mooney desde el coche. Distante, como todos los planos de la película. El proceso de esconder los cuadros en una pocilga se resuelve en escasas dos tomas de larga duración; fijas, oscuras y silenciosas. Sí es cierto que aquí Reichardt es abiertamente cómica, pero sería complicado definir su película como una comedia. También hay drama, pero este es de lo más minimalista de su carrera. Está en un punto muerto entre todos los géneros y tonos que maneja.
La directora juega con las expectativas de un público convencido de que la película trataba sobre un robo, cuando el robo no es, en realidad, más que un pretexto para abordar los Estados Unidos de Nixon y la invasión de Vietnam. Esto no es nuevo. First Cow, la historia de amistad entre dos hombres, hablaba de unos Estados Unidos en construcción, no definidos y habitados por inmigrantes. Wendy y Lucy es la historia de una mujer buscando a su perro, pero sobre todo una historia de pobreza y supervivencia en un país que repudia a gente en estas circunstancias. Y, en ese sentido, estas películas superan a The Mastermind. La escena más brillante en su discurso político seguramente sea el final, brillante en todos los sentidos, pero el resto se desarrolla de forma más simple.
No será la mejor película de Kelly Reichardt, pero sí es un muy destacable título dentro de su filmografía.






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