Crítica de Una Quinta Portuguesa de Avelina Prat
Después de su paso por el Festival de Málaga, llega a salas españolas Una Quinta Portuguesa, la nueva película escrita y dirigida por Avelina Prat, que auguro va a ser uno de los títulos españoles más destacables del año. De nuevo sobresale una película de una mujer cineasta que abona la nueva generación de directoras españolas. Aquí mi crítica.
Antes de dedicarse al cine, Avelina ejercía la profesión de arquitecta. Posteriormente ha trabajado como script en más de 30 largometrajes de directores como Fernando Trueba, Cesc Gay, Manuel Martín Cuenca o Javier Rebollo. Puede que todos estos cineastas hayan influido en su manera de contar historias mediante el cine, o puede que su estilo nazca de otra parte. En cualquier caso, estamos ante una directora con una voz propia. Su primer largometraje es Vasil (2022), una dramedia sobre la amistad entre un arquitecto jubilado y un emigrante búlgaro. Aquella película se alejaba de la feel good americana a la que podemos estar acostumbrados por su puesta en escena y el uso de los espacios. Aquí es donde el ojo arquitecto de su directora cobra relevancia en la narración, además de su carácter humanista y talento para el ritmo.
Si hay algo excepcional en Una Quinta Portuguesa, es su historia. Basada en una noticia real, se narra algo parecido al argumento de Muy Lejos (2025). Ambas películas nos muestran una huida hacia delante, aunque en contextos muy diferentes. Si la película de Gerard Oms hablaba de huir de tu entorno para redescubrirte a ti mismo, la película de Avelina Prat habla sobre la fantasía de ser otra persona, insertarse en otro lugar y, por tanto, vivir otra vida.
El protagonista es Fernando (Manolo Solo), un profesor de geografía casado con Milena, una mujer serbia. Un día, y sin previo aviso, Milena abandona el país, dejando a Fernando completamente solo y con muchas preguntas. Así, se plantea un misterio. ¿Por qué se fue? ¿Por qué no quiere ser encontrada? Conforme pasa el tiempo, las respuestas no llegan y el vacío en la vida de Fernando se hace insoportable. En este proceso de duelo, Fernando viaja a Portugal y conoce a un amigable jardinero que le habla de una quinta portuguesa, una finca de campo con mucho terreno.
La historia no para de sorprender. El jardinero, después de convertirse en un personaje clave por su apoyo emocional al protagonista, muere de forma imprevista. Escena además maravillosamente rodada, usando el borde de un ventanal para tapar parcialmente el cuerpo del fallecido. La muerte se convierte en un tema recurrente, tanto en las historias que se narran dentro de la película, como las que acaban teniendo peso en el argumento. Esta es el pretexto para que Fernando asuma la identidad de Manuel, el jardinero, y viaje a la quinta para ocuparse de sus jardines. Y es aquí donde está el grueso de la película.
El personaje de Manolo Solo es fascinante por cómo evoluciona sin mudar de piel. El hombre que vivía rodeado de libros y mapas comienza a vivir sin ninguno. Un proceso interno que Manolo Solo interpreta con maestría. Hunde sus manos en la tierra (un simbolismo algo manido en el nuevo cine español) y conecta con ese nuevo entorno, protagonizado por la dueña, Amalia (María de Medeiros), y Rita (Rita Cabaço). Amalia es otro personaje fascinante del que no llegamos a tener mucha información. Sabemos que es una mujer que, en un momento de su vida, también emprendió una huida hacia delante. El reflejo de Fernando (ahora Manuel) y a lo que él aspira a convertirse. La relación entre Manuel y Amalia nos da algunos de los mejores momentos de la película, además de pequeños conflictos que rechazan todo tipo de exceso dramático.
Durante la película, vemos detalles interesantísimos en la dirección y el montaje. Un lenguaje visual muy depurado y conciso, en el que no sobra ni falta un solo plano. La directora y su montadora Juliana Montañés, confían plenamente en sus espacios. Habitualmente se evita dejar el cuadro vacío (cuando un personaje sale de plano y este se queda solitario) pero Una quinta portuguesa hace de este recurso una de sus principales herramientas para hablar de la soledad y el vacío de sus personajes. Forma parte de su lenguaje, alargando cada toma unos cuantos segundos después de que la acción dramática haya concluido.
También llama poderosamente la atención su edición y mezcla de sonido, que de forma muy sutil, está muy estilizado. En ocasiones demasiado. Como aquel vistazo a una foto de vacas acompañado con un silencioso mugido. Merece más la pena hablar de su música, un reflejo del desasosiego y complejidad emocional del personaje central. La música acompaña todo su arco sin ser demasiado evidente. Este acompañamiento está muy bien medido, ya que hay muchos silencios a lo largo de Una quinta portuguesa. La música no supone ningún exceso, sino un recurso más en este estupendo puzle.
El último tercio de Una quinta portuguesa puede ser el más intrincado de todos. Casi como si Vertigo se cruzase con Enemy, por muy descabellado que suene. Mientras que el guion no para de ganar complejidad, las formas se mantienen sencillas, hermosas y placenteras, generando este contraste tan curioso pero tan bien resuelto desde la dirección. La vuelta a casa de Fernando/Manuel es producida por un giro de los acontecimientos, pero este es solo el primero que estructura el último acto. Otro es la explicación de por qué Milena desapareció, cosa que -por otro lado- yo no echaba en absoluto en falta. Este misterio funcionaba sin necesidad de una explicación, y decidido a explicarse, podía hacerse de formas menos explícitas. O al menos esa es mi apreciación, dadas mis expectativas para con la historia. Independientemente de esto, la resolución es igual de hermosa que todo lo demás.
Puede ser una de las historias más interesantes del cine español reciente, aunque la película no sea perfecta en su totalidad. Pero ninguno de sus baches impide disfrutarla y apreciarla como lo que es: una estupenda película llena de virtudes, aciertos y sorpresas.
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