Crítica de «The Brutalist» de Brady Corbet
Por fin llega a salas españolas, después de su paso por el Festival de Venecia, una de las favoritas de la nueva edición de los Premios Oscar. Os dejo mi crítica de The Brutalist de Brady Corbet, esperadísima cinta que está dando mucho que hablar.
Hay tres vías por las que entrar a The Brutalist. La primera y más obvia es su director. Brady Corbet, quien trabajó como actor con directores de la talla y renombre de Lars Von Trier, Michael Haneke u Olivier Assayas, se inició como director con La Infancia de un Líder (2015). Aquella ópera prima trataba de conceptualizar la creación del mal, del odio y de la tiranía a través de su joven protagonista. La influencia de La Cinta Blanca de Haneke era notoria, pero la dirección no llegaba a estar a la altura de sus pretensiones.
En cambio, Vox Lux (2018) era una película mucho más lograda y con un estilo de dirección más claro. Aún con sus defectos (una segunda mitad que, de nuevo, no lograba estar a la altura), su historia era realmente potente y arriesgada. Podemos encontrar similitudes entre ésta y su nueva película. Una estructura que divide la historia -que se desarrolla a lo largo de varias décadas- en dos bloques diferenciados. Elementos formales muy interesantes como el «time-lapse», unas elipsis muy calculadas (en su construcción y en el significado de cada una). Incluso detalles como la secuencia de créditos, seguimiento de vehículos, largos túneles o el uso de la música. Todo esto deja ver a un autor con voz propia.
Otra vía es entender y reconocer los referentes cinematográficos de Corbet a la hora de dirigir The Brutalist. Esta película se erige como una obra clásica desde varios puntos de vista. Primero, desde la imagen. Rodada en VistaVision, en película de 16mm y 35mm, recupera un formato que no se usaba desde hace 6 décadas a excepción de A Tale of Two Sisters de 2003. Hablamos del formato en el que se rodaron y exhibieron Centauros del Desierto (1956), Guerra y Paz (1956) o Los Diez Mandamientos (1956). Segundo, desde su distribución. La película, de 3h30m de duración, cuenta con un intermedio de 15 minutos. Igual que otros grandes títulos como Lawrence de Arabia (1962) o 2001: Una Odisea en el Espacio (1968).
Tercero, y no menos importante, desde el estilo de dirección. Hay momentos en los que uno cree estar viendo a algunos de los directores de cine más influyentes. Al Francis Ford Coppola de El Padrino Parte 2 (1974), al Elia Kazan de La ley del Silencio (1954) o al Werner Herzog de Fitzcarraldo (1982). Al tiempo y debido a la naturaleza postmoderna del proyecto, uno no puede evitar pensar en otras obras que también han re-visionado este clasicismo estadounidense. Pienso en, por supuesto, Pozos de Ambición (2007) y The Master (2012) de Paul Thomas Anderson. Pienso también en El Sueño de Ellis (2014) de James Gray, película y cineasta a reivindicar.
La última vía, y con la que me meto de lleno a hablar de la película, es la arquitectura. The Brutalist trata este arte como su propia identidad. Solo el inicio muestra la Estatua de la Libertad, símbolo por antonomasia de «la tierra libre», invertida. Una forma de expresar el declive del Imperio, del sueño americano y de la promesa de libertad mediante la arquitectura (y de la forma cinematográfica). También hay que hablar sobre el Brutalismo, un estilo arquitectónico surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Se caracteriza por construcciones minimalistas que dejan a la vista los materiales de construcción. Es un estilo frío y polémico, basado en una «nostalgia retrospectiva».
Todos estos son elementos cruciales en la película de Corbet. El protagonista, László Toth, interpretado por Adrien Brody, es un emigrante húngaro judío que llega a Estados Unidos tras los horrores del Holocausto. A pesar de ser acogido por su primo, símbolo de como muchos emigrantes europeos se adaptaron al modo de vida americano rechazando su identidad para crecer como empresario, no tarda en ser despedido por este y verse rebajado a un peón de construcción. Además, debe lidiar con la ausencia de su esposa y una creciente adicción a la heroína.
La suerte de László cambia cuando Harrison Lee Van Buren, un adinerado cliente, le acoge en su empresa familiar para que erija un edificio megalómano en memoria de su madre. Aquí es donde la película comienza a adquirir complejidad por varios frentes. Primero, desde el desarrollo de los personajes. El diseño de su obra acrecienta la obsesión de László por el proyecto. A esto se suman su adicción y su carácter autodestructivo que le convierten en un hombre torturado y problemático. Por no hablar del trauma que carga a sus espaldas y que manifiesta a través de su obra magna. El edificio que está construyendo no es más que un gemelo del campo de concentración al cual sobrevivió, respetando sus medidas y, sobre todo, sus significantes. La estrechez de los muros simboliza la opresión. La altura y claraboyas, la ansiada libertad.
Los personajes secundarios tampoco se quedan atrás. Empezando por Harrison Lee Van Buren, interpretado por Guy Pearce. Este ricachón queda retratado desde el primer momento como un oportunista racista y despiadado que, sin embargo, parece confiar y apoyar a László. Se trata de un antagonista en última instancia, quien no duda en abusar de su empleado favorito cuando le encuentra indefenso a causa de la heroína. Pero también es un personaje ambiguo, oscuro, que tiene un final edípico en la obra brutalista que él mismo ha financiado. Esta ambigüedad está también presente en la mujer de László, Erzsébet (Felicity Jones). Mi problema con su personaje es que su entrega al marido la reduce a un personaje mucho más simple de lo que podría haber llegado a ser.
La escritura de The Brutalist parece encaminarse hacia una redondez realmente admirable durante su primera mitad, pero en la segunda descubrimos que esta gran estructura tiene numerosas fallas. Hay personajes secundarios que desaparecen sin haber terminado de dejar su granito de arena en esta gigantesca historia. Hablo, por ejemplo, del primo de László y su mujer, quienes son mencionados muchas veces durante la segunda mitad pero a los que nunca volvemos a ver. Hablo, por supuesto, de Gordon (compañero de obra) que después de una disputa los guionistas eliminan completamente de la película. Y, por desgracia, está la nieta del protagonista. Zsófia (interpretada por Raffey Cassidy, protagonista de Vox Lux), que resulta ser más una herramienta discursiva que un personaje en sí. Quizá el más decepcionante de todos.
Entre las múltiples señas de identidad de Brady Corbet está su ambición. Y generalmente es esta ambición la que acaba haciendo caer a sus proyectos. Nadie puede negar la espectacular factura técnica, ni el poderío de su música ni mucho menos de sus interpretaciones. Brody no ha estado mejor desde El Pianista. Pero más allá del envoltorio, de la estética, está la narrativa. Parece mentira que una película de 3 horas y media necesite más tiempo para desarrollar y cerrar todo debidamente. Y no se trata de un problema de ritmo, está muy bien dirigida. No le pesa su duración, al contrario. Es bastante dinámica sin renunciar a momentos pausados. Lo que sí le pesa es la brocha gorda del guion y las consecuencias de su cúmulo de baches.
Algo que sucede actualmente en el mundo del cine es que las películas no solo deben ser buenas, sino también oportunas. The Brutalist se mueve en terreno fangoso debido al espacio político en el que habita. Todo se resume en dos momentos. La escena en la que Zsófia y su marido anuncian que marchan a Israel puede leerse de manera antisionista. El final, en cambio, parece rechazar esa lectura en cuanto el personaje de Erzsébet pronuncia la fulminante frase de «Este país está podrido. Por eso me voy a… Israel «. Hay ciertas formas de sionismo a lo largo y ancho de la película, pero yo no veo el ejercicio de propaganda que sí ven otros espectadores. Lo que sí veo es un compromiso muy ambiguo con aquello que se quiere contar y con el cómo se quiere transmitir.
El epílogo me parece lo peor de la película. Primero por explicativo. El significado de la estructura diseñada y construida por László es revelado al final como una especie de reivindicación terriblemente vaga en forma y fondo. Segundo, por problemático. Quizá lo que quiere decir Corbet es que el sionismo ha tergiversado la historia a su favor y que un estado fallido (EEUU) ha creado otro estado fallido (Israel). O puede que no quiera decir nada de eso, sino todo lo contrario, y se haya escudado en la ambigüedad. En cualquier caso, esta ambigüedad no le sienta bien a su conclusión. Me parece un movimiento cobarde por parte del director, y más cuando hay un genocidio en marcha en Palestina, y cuando la situación se aplica a toda la existencia de Israel y de la propia película.
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