Crítica de «La Zona de Interés» de Jonathan Glazer
En el pasado Festival de Cannes de 2023 se estrenó La Zona de Interés, nueva película del director británico Jonathan Glazer. Aquí mi crítica.
Me resulta muy estimulante y reconfortante pensar y analizar el cine de Jonathan Glazer porque es un director ciertamente «kubrickiano«. Su filmografía navega entre géneros muy diferentes (e inclasificables), solo manteniendo el estilo y el lenguaje. Véase Sexy Beast (2000), un thriller con la estética de sus célebres videoclips de los años 90. Birth (2004), que mezcla el drama familiar con el suspense más cercano al terror psicológico. Under The Skin (2013), ciencia ficción que se mezcla de nuevo con el terror, en este caso surrealista y onírico. Esta breve aunque contundente filmografía deja ver los intereses de su autor. Examina la humanidad con ojo de cirujano. Sus personajes son sujetos de estudio, cuyas vidas son trastocadas por la presencia de un elemento extraño.
El lenguaje cinematográfico de Glazer es aparentemente sencillo (fruto de un trabajo realmente complejo) y sumamente preciso. Sus películas se sienten como un engranaje cuyas piezas son irremplazables, donde no sobra ni falta nada. Desvela a un cineasta aparentemente perfeccionista y exigente, con una visión muy concreta de lo que quiere. Toma decisiones de puesta en escena radicales y arriesgadas siempre a favor del discurso. Llena sus películas de recursos a cada cual más sorprendente. Pienso en el uso de la música en Birth o el líquido oscuro de Under The Skin.
La Zona de Interés es un ensayo acerca del mal universal, tomando como ejemplo el Holocausto Nazi. Está basada libremente en la novela homónima de Martin Amis. Al otro lado del muro de Auschwitz, donde se exterminaban millones de judíos, una familia alemana lleva una vida apacible y bucólica. En vez de centrar la historia en el triángulo amoroso de los personajes principales, como hace la novela de Amis, Glazer pone el foco en la domesticidad burguesa occidental y la comodidad de ignorar el horror evidente. Así, el fuera de campo no es un simple recurso, sino el dispositivo en sí.
Glazer da comienzo a su película con un largo fundido a negro en el que una melodía extraña y ambigua toma todo el protagonismo. El ambiente sonoro se transforma en naturaleza y calma, descubriendo la imagen de una familia pasando el día en el campo. La cámara se aproxima a ellos con mucha distancia, sin apenas revelar rostros ni escuchar sus conversaciones. Así, el director explica cómo va a funcionar su película a todos los niveles. Como una frase que comienza con dos puntos.
El director sigue lo que, en apariencia, es una familia perfecta, pero no tardamos en ver la desestructura que les acompaña. El padre de familia es un funcionario recto y serio, eficaz en su trabajo, pero frío con su esposa y con problemas de salud. Ésta es una mujer que cura su insatisfacción con todo tipo de lujos, desde la propia casa de sus sueños hasta ropa o flores. Los hijos juegan a escondidas con dientes de judíos. Las sirvientas se reparten las ropas desechadas de las prisioneras. Tan solo unos pequeños resquicios de humanidad, como la mujer horrorizada marchándose de la casa sin despedirse o la joven escapándose por la noche para esconder manzanas en los campos ofrecen una perspectiva no del todo pesimista.
Jonathan Glazer elude toda clase de recursos manidos y burdos, mil veces vistos en películas del holocausto, ofreciendo un retrato frío y distante, en ocasiones absurdo, de esta familia. Nunca suaviza los eventos, a pesar de no verlos de manera explícita, ni los sobre-dramatiza para no perder el foco del discurso. Tanto el concepto como el dispositivo provoca que el nombre de Michael Haneke salga en la conversación, ya que algunos de sus títulos parecen rimar con la propuesta de La Zona de Interés. En mi opinión, la película está lejos de un tratamiento Hanekiano. El director austriaco, más que probablemente, habría destripado a la familia con sus filias y fobias (creando drama alrededor de ellos). Glazer se aleja de todo signo de empatía, aplicando una mirada omnisciente y analítica.
Se reconocen muchos elementos y recursos comunes en el cine de Glazer. El más notorio es el uso de grandes espacios, cuya belleza y elegancia encierra a sus personajes en composiciones simétricas. Cuando alguien pasa de una habitación a otra, hay una cámara registrando cómo sale y otra cómo entra en la siguiente. Se mueven automatizados por medio del montaje, creando una sensación de encierro, como si fuese un laberinto. Se hace uso del travelling lateral para momentos muy específicos, como el frívolo tour del jardín que la señora de la casa hace a su madre. Para Glazer, un movimiento debe expresar una idea concreta, pues nada debe ser usado en vano. Aquí, refuerzan la tesis de la propia película sin ser reiterativo, pues encuentra nuevas formas de expresarlo.
La literalidad del lenguaje de Glazer es desconcertante en momentos puntuales. Pienso en ese montaje de planos detalles florales que terminan en un fundido a rojo, simbolizando de manera tan sencilla algo como Vida-Muerte. Tampoco salen de mi cabeza las secuencias nocturnas en las que la imagen y el sonido se corrompen. Los colores se invierten en negativo, mientras que la honda acústica estremece al espectador. Es como ver algo prohibido, un crimen contextualizado en esa época y lugar. O uno de mis favoritos: el brillante plano-contraplano del final, enfrentando épocas y perspectivas.
Esta firmeza formal provoca que los deslices sean todavía más notorios. La Zona de Interés contiene unos pocos momentos efectistas o caprichosos, como la breve aunque impactante secuencia en la que entramos en las instalaciones de Auschwitz. Es solo un contrapicado de un general observando el horror. Aunque no veamos lo que contempla dicho personaje, oímos con detalle lo que ocurre. Por un momento, el dispositivo se rompe a favor del ritmo del relato, pero narrativamente me parece un bache. Sí puedo justificar el segmento en el que acompañamos al padre en Brandeburgo, ya que no rompe el punto de vista y es con un fin claro.
Siento La Zona de Interés como una respuesta a todas las películas que han tratado el tema del Holocausto a lo largo de la historia del cine. Responde a ese famoso plano de Kapò (1960), a la pornografía del drama de El niño el Pijama de Rayas (2006) y a la brutalidad de películas como La Lista de Schindler (1993). Glazer finaliza la conversación con un comentario sobre nuestra relación con los sucesos mostrados (y no mostrados) y sobre la memoria histórica. Nos habla acerca del fetichismo del pasado, de la anestesia general de nuestra mirada, de la persistencia de estas violencias en la actualidad.
Obra de culto ahora, veremos en el futuro.
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