Crítica de «El Chico y la Garza» de Hayao Miyazaki
Tres películas de Estudio Ghibli, fundado por Hayao Miyazaki y Isao Takahata, comienzan con una catástrofe. En mi crítica de El Chico y la Garza que os dejo a continuación repaso ésta y otras cintas de estos grandes maestros japoneses.
La tumba de las luciérnagas (1988) de Isao Takahata abría con un aterrador incendio, fruto de la segunda guerra mundial y que se cobraba la vida de la madre de Seita y Setsuko. 25 años después, Jirō Horikoshi era recibido a su nuevo hogar por un devastador bombardeo que doblaba el asfalto, implosionaba la tierra y abstraía a su protagonista del entorno en El Viento se Levanta (2013)
10 años después, otro incendio arrebata la felicidad a su personaje protagonista en una secuencia tan breve como impactante de El Chico y la Garza. Mahito corre rodeado de destrucción, sombras humeantes y llamas de texturas digitales para encontrarse con su madre. Miyazaki hace una elipsis y arranca el proceso de duelo de su protagonista.
Solo esta escena justifica la espera de 10 años para la vuelta de Hayao Miyazaki.
El Chico y la Garza (2023) transita constantemente por lugares comunes en la filmografía de su director. Mahito se muda con su padre y su nueva esposa, la hermana de su madre, a una misteriosa localidad rural donde todo resulta extraño.
Ancianas apelotonadas al final de un pasillo. Animales curiosos, cotillas, extrañamente humanos. Torres de piedra ocultas tras la vegetación, invitando a ser descubiertas. Así, la orfandad, el mundo rural y la fantasía se dan la mano una vez más desde El Viaje de Chihiro (2001).
Durante la primera mitad de El Chico y la Garza, Miyazaki no se dedica a desentrañar el misterio que rodea a este lugar, sino que se sumerge en él sin explicaciones. El ritmo es pausado, lleno de planos fijos donde sobran las palabras. Casi todo se desarrolla en silencio, con una sugerente melodía de Joe Hisaishi asomando en momentos puntuales.
Sin embargo, cuando los elementos fantásticos aparecen en pantalla, el ritmo se acelera, la música crece y la imagen explota. Este primer acto es uno de los ejercicios narrativos más especiales de la carrera de de Miyazaki, con nada que envidiarle a Chihiro.
El Chico y la Garza combina la emoción con el terror. La amenaza con la belleza. Es, de nuevo, el mito de Alicia en el País de las Maravillas, donde TODO es posible.
Una vez comienza la aventura, el mundo donde Mahito se sumerge para rescatar a su nueva madre se revela como un reino al margen de la realidad, repleto de criaturas animales humanizadas, fluidos convertidos en masas, formas abstractas y personajes variopintos. Encontramos puertas que no deben abrirse, ejércitos de periquitos, sabios en lo alto de una colina, chicas envueltas en llamas y un sin fin de nuevas incorporaciones al imaginario de Hayao Miyazaki y de la mitología japonesa.
Al mismo tiempo, ese misterio latente que sostenía su primer acto y que acompañaba al duelo de Mahito, se disipa en el segundo. Los conflictos de este nuevo mundo toman protagonismo y Mahito pasa a ser un personaje más pasivo, siempre acompañado por una serie de personajes típicos de Estudio Ghibli.
Miyazaki firma una obra con un acabado visual y sonoro desbordante, uno de los más superlativos de su carrera. Al mismo tiempo, uno no puede parar de pensar que todo esto lo hemos visto antes y todavía mejor. Es extraño pensar en Miyazaki referenciando su propia obra y homenajeando sus gestos más característicos como director, pero lo hace.
Se podría comparar con otras obras de directores veteranos que revisitan su carrera casi al final de la misma, pero se me ocurren películas mejores. Le pesa el pasado, ya que no siempre atina igual de bien con sus ideas como lo hizo anteriormente. Su ambición narrativa termina pasándole factura al tramo final, donde aquello que hacía especial al primer acto se desinfla casi por completo.
Está lejos de ser perfecta, pero ya es un acontecimiento en sí mismo que Miyazaki haya regresado y que tenga más largometrajes en camino.
Sin Comentarios